Cuando Jesús da el último grito en la cruz, Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu, los evangelios sinópticos recogen no solo el signo “religioso” de que el velo del templo se rasgó en dos, sino la protesta de la naturaleza entera: el sol se oscureció y las tinieblas cubrieron todo, la tierra tembló, las rocas se partieron, los sepulcros se abrieron y salieron algunos muertos… La naturaleza entera sintió el golpe de muerte por la muerte de su hacedor. El será colocado en un sepulcro cerrado y bien cerrado para que todo quede así, según la decisión de quienes detentaban el poder.
Y sigue un largo silencio de muerte. ¿De muerte? Los que hemos vivido en lugares donde las cuatro estaciones están bien marcadas y con la mayoría de los árboles de hoja perecedera podemos entender que es un silencio de letargo, un pesado sueño. Es el frío invierno que pareciera acabó con toda la vida… Pero llegará la primavera, las yemas de las ramas abultarán y reventarán, saldrán las hojas flores y frutos, los pájaros comenzarán a cantar y a enamorarse, construir sus nidos y la vida bullirá a borbotones de nuevo.
Pero tiene que pasar ese silencio purificador. “Al tercer día resucitará”, se pone a prueba nuestra esperanza. El sábado 27 acabamos de apagar todos los aparatos eléctricos y electrónicos celebrando “La hora del planeta”, a oscuras permitiendo que la tierra respire. Un derecho de ella y un deber nuestro. Y no hace falta ser catastrofistas ni milenaristas para considerar “señales de los tiempos” los terremotos de Haití, de Chile… La tierra se retuerce de dolor; en algo podemos mitigarlo y en mucho mitigar el dolor de sus hijos más desprotegidos.
Creemos, por tanto, que, tras los gritos de protesta por el maltrato al planeta que habitamos, el trabajo silencioso y callado de millones de seres cada vez más conscientes, logrará frenar la marcha destructiva de la creación y alumbrar un futuro venturoso para bien de las futuras generaciones. El silencio del sepulcro debe ser silencio de vida que se gesta.
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