Las
elecciones de abril de este año serán las últimas del siglo XX. La idea de que
con ellas terminará un ciclo, sobre lo que existe cierto consenso, debe ser
precisada a partir de ciertos hechos sobre los cuales también existe un
relativo acuerdo pero que a menudo evitamos referirnos como un parámetro de
nuestro sistema.
Es
innegable que el golpe de Estado del 5 de abril de 1992 organizó un sistema que
fue impactado por la caída del gobierno de Alberto Fujimori el 2000, dando
lugar a 15 años de un régimen democrático que nos lleva por primera vez desde
1999 a una cuarta elección sucesiva de un gobierno constitucional. Imposible igualmente
negar que durante este período se registraran logros inéditos como un largo
crecimiento económico de más de 12 años, la rebaja de más de 30 puntos de
pobreza y la mejora relativa de la distribución del ingreso.
Estos
resultados se deben a una dinámica compleja del llamado modelo de economía
impuesto en 1992, innovado por los tres gobiernos que sucedieron desde el 2001
(que incentivaron especialmente la demanda y la inversión pública) sin afectar
su núcleo duro, y con efectos igualmente duros como una severa rebaja de la
producción para el mercado interno y el debilitamiento de sectores cruciales
como el de Manufactura y Agropecuario.
Menos
complejo es el ámbito político/institucional que prácticamente no fue tocado.
Las reglas para la formación y ejercicio de la representación son las mismas y
tampoco ha variado la relación entre el Estado y la sociedad salvo el
incremento de la regulación para determinadas actividades en el mercado. Al
contrario, el modelo político instaurado en 1992 se ha profundizado, de modo
que la antipolítica es más vigente que nunca.
Apreciando
el largo plazo, no se pueden negar “las cosas sucedidas desde el 2000” aunque
las rupturas entre el período 1992-2000 y 2000-2015 son menores que las
continuidades. La crisis de las instituciones que preside el actual proceso
electoral no se debe a las reglas establecidas en el período 2000-2015 sino a
la falta de reformas de las reglas generales originadas en 1992, y a que el
impulso de la transición del año 2000 fue ahogado.
Sobre
ese escenario marcado por las continuidades se agolpan nuevos fenómenos que
impulsan el señalado fin de ciclo a propósito de las elecciones de este año.
Entre los más dinámicos se cuentan tres: 1) el fin del crecimiento conocido que
ha pulverizado el consenso dentro de la ortodoxia y de la heterodoxia
económicas; 2) la crisis de seguridad que ha desnudado el bajo estándar de los
derechos de propiedad y de justicia; y 3) el estallido de la corrupción que ha
reducido a mínimos la confianza de los ciudadanos en la política y en las
instituciones.
Por
otro lado, la relación entre lo nuevo y constante en este proceso está marcada
por lo segundo. El fujimorismo, una candidatura fuerte en las elecciones de
este año, fue hegemónico entre 1992 y 2000 y la principal fuerza de oposición a
los 15 años de democracia 2000-2015. Asimismo, Humala, la única apuesta de
cambio de los últimos años, ha sido sobre todo la continuidad en lo económico y
sobre todo en lo político, en tanto que los principales animadores de las
elecciones lo han sido de varios procesos electorales y gobiernos: Toledo fue
candidato en 5 elecciones y presidente, García fue presidente y candidato en 3,
Keiko en 2, PPK también en 2 y ministro y premier entre 2001 y 2006 y Acuña
parlamentario, alcalde y gobernador regional.
El
fin del largo ciclo no asegura que lo que venga sea necesariamente bueno. No
sería sensato predecir que quien gane las elecciones no pueda iniciar una
reforma que mejore los contenidos de una república que a pesar de su
precariedad tiene cosas que defender porque la historia está poblada de hombres
“viejos” que hacen cosas nuevas y buenas. Sin embargo, también es cierto que
tenemos varias crisis que parecen no agregarse para producir un efecto de
cambio político y que lo nuevo, eso sí, es la escasa demanda reformista desde
la sociedad.
http://juandelapuente.blogspot.pe/
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