
Esas ramas que no son símbolo de muerte, sino de vida. No son los despojos de la deforestación brutal, los atropellos para explotar la tierra para lo que sea: para arrancarle los minerales, el petróleo, la madera valiosa, los productos que más ganancia dan en el momento… Son ramas de vida, ramas podadas para que las plantas se renueven y den mejores frutos. También El lo había dicho: es tarea del Padre podar y limpiar las ramas para que den más fruto (Jn 15,2).
Los sucesos de Bagua del año pasado nos hicieron caer en la cuenta, en nuestro Perú, de que había una herida permanente y sangrante en nuestro país así como en los vecinos. Mucho tiempo antes el mismo hacha criminal dejó sin vida los bosques de Centroamérica y el Caribe; también en Africa y en Asia… La pasión y muerte de Jesús en la naturaleza tiene larga y triste historia. Hoy la vivimos mucho más cercana y nuestros hermanos de Bagua y el resto de la selva nos lo han hecho sentir.
En las ramas de esos niños de Jerusalén, por el contrario, podemos encontrar el símbolo de vida que contrarresta con aquel voraz atropello. Nadie mejor que unos niños alegres y juguetones para hacernos entender el brutal crimen que está llevando al calentamiento global, al deshielo de los glaciares, al avance de la desertificación, a la contaminación del suelo, el agua y el aire. Ellos y las generaciones futuras tienen derecho a disfrutar de una vida sana y saludable y nosotros el deber de garantizarla.
Que esta Semana Santa, contemplando a Jesús sufriendo en la naturaleza herida de muerte, nos ayude a asumir compromisos serios, a nivel individual, comunitario y de instituciones públicas. Domingo de Ramos, realidad de muerte y vida.
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