

A pesar de que los seres que habitaban ese planeta se sentían dioses cuando manipulaban genes y más dioses cuando pasaban las características de un animal a una planta, la aparición de ese virus mutado y sin nombre asustó a todos grandemente.
Hasta la Organización Mundial de la Salud declaró un estado de alarma previo al nivel máximo, mientras en todas partes se cerraban aeropuertos, restaurantes, salas de baile, y el uso de una mascarilla sobre la boca y la nariz empezó a ser común.
Una niña muy inteligente –y ya es sabido que no hay nada más
inteligente que una niña inteligente- le preguntó, sin embargo, a su padre:

-¿Por qué tanta alarma por un virus que sólo ha matado a unas pocas decenas cuando todavía, cada año, mueren once millones de niños menores de cinco años a causa de enfermedades que podrían evitarse?
Su padre la miró con relativa sorpresa. Y digo relativa porque esa niña, de vez en cuando, tenía algunas salidas de ese tipo y dejaba a los adultos callados y pensando qué responder.
-Es que una cosa es la muerte que sucede como una cosa natural y otra cosa es una epidemia –desatinó el padre.
-Pero no es natural que once millones de niños que podrían no morirse se mueran porque están pobres o porque sus padres no tienen a un médico donde llevarlos –arremetió la niña.
-No es natural, pero, como sucede todos los años, ya no es una noticia que pueda alarmar a nadie –siguió derrapando el papá.
-Pero a los niños sí nos alarma que once millones de niños se mueran porque son pobres –insistió la niña.
-Bueno, pero nadie puede saber cuántos pueden morir con esta epidemia de fiebre porcina –se defendió el padre.

El padre la miró y respiró profundamente.
-¿Ahora sí puedo apagar la luz, ahora sí te puedes dormir? –preguntó.
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